AmericaTocopilla





Este cuento me impacto profundamenbte la primera vez que lo lei en mi adolescencia, lo vuelvo a leer y siento la misma emocion de ese entonces..hay cosas que no cambian!!

Aqui les dejo un pedacito de el..



Lucero Oscar Castro

Lucero

OscarCastro



Recortadas unas sobre otras, las cresterías de la cordillera barajan sus naipes

pétreos hasta donde la mirada de Rubén Olmos puede alcanzar. Cumbres albísimas,
azules hondonadas, contrafuertes dentados, enhiestas puntillas van surgiendo
ante su vista siempre cambiantes, cada vez más difíciles al paso a medida que
asciende. Antes de iniciar un repecho demasiado fatigoso, el viajero decide
conceder un descanso a su cabalgura, que resopla ya como un fuelle. Y cuando se
ha detenido, cruza su pierna izquierda por encima de la montura y despeña su
mirada hacia el valle.
Primero le salta a la pupila el espejo del río, que alarga con desgano su
caprichoso serpenteo por entre pastizales y sembrados. Pasan luego sus ojos por
sobre los cuadriláteros de unos cuantos potreros y busca el pueblo de donde
partiera en la mañana. Allí está, escaparate de juguetería, con sus casas enanas
y los tajos oscuros de sus valles. Algunas planchas de zinc devuelven el reflejo
solar, tajeando el aire con plateado y violento resplandor.
Con un aleteo de párpados, Rubén Olmos borra la imagen del valle y examina a su
cabalgadura, cuyos mojados ijares se contraen y elevan en rítmico movimiento.
-¿T'estay poniendo viejo, Lucero? -interroga con tono cariñoso. Y el animal gira
su cabeza negra, que tiene una mancha blanca -plagio de una estrella- en la
frente, como si comprendiera.
-Güeno, también es cierto que harto habís trabajao; pero te quean años de
viajes, toavía. Por lo menos, mientras la cordillera no se bote a mairastra...
Torna a mirar la mole andina, familiar y amiga para él y Lucero; no en balde la
han atravesado durante once años. Rubén Olmos, encandilado un poco por la
llamarada blanca del sol en la nieve, piensa en sus compañeros de viaje y en la
ventaja que le llevan. Pero no le concede importancia al detalle: está cierto de
darles alcance antes de que anochezca.
-Siempre que vos me acompañís; la'e no vamos a tener que alojar solitos
-manifiesta al caballo, completando su pensamiento.
Rubén Olmos es baqueano antiguo. Aprendió la difícil ciencia junto a su padre,
que desde niño lo llevó tras él por entre peñascales y barrancos, pese a sus
rebeliones y a la desconfianza que le inspiró al comienzo la cordillera. Cuando
el viejo murió -tranquilamente en su cama-, el patrón de la hacienda lo designó
a él como reemplazante. Cruzó por lo menos cien veces esta barrera, que al
principio se le antojara inexpugnable, y trajo arreos numerosos de ganado
cuyano, siempre en buenas relaciones con la fortuna.
Eligió a Lucero cuando éste era todavía un potrillo retozón y él mismo tuvo a su
cargo la tarea de domarlo. Desde entonces nunca quiso aceptar otra cabalgadura,
a pesar de que su patrón le regaló dos bestias más, de mayor empuje al parecer,
y de superiores condiciones. Este caballo ha sido para él una especie de mascota
a la que se aferró la superstición de su vida siempre jugada al azar.
El baqueano, habituado a la lucha épica contra los elementos, antes que por las
hembras se apasionó por el peligro. Con instintiva sabiduría puso su devoción en
un bruto, presintiendo quizás que de él no podía esperar desaires ni traiciones.
Si un día le dieran a elegir entre la vida de su hermano y la de Lucero,
vacilaría un rato antes de decidirse. Porque el animal, más que un vehículo,
significó desde el comienzo un amigo para él. Fue algo así como la prolongación
de sí mismo, como la vibración de sus músculos continuando en los tendones de
Lucero.
Rubén Olmos nació con la carne tallada en dura sustancia. Sintió la vida en
oleadas galopándole las rutas de su ser. Arriba de un caballo fue siempre el que
conduce, no el que se deja llevar. Y esta fuerza pidió espacio para vaciarse;
ninguno pudo resultarle más propicio ni más adaptado a sus medios que la
tumultuosa crestería de los Andes.
Mirado sin atención, el baqueano es un hombre como todos. A lo sumo, da
sensación de confianza en sí mismo.
Debajo de su piel cobriza y de su nariz achatada asoma la evocación de algún
indio, su antepasado. Su risa no tiene resplandores; se le oscurece en los ojos
y, a lo más, blanquea en la punta de sus dientes. Apacentador de soledades,
aprendió de ellas el silencio y la profundidad. Con Lucero se entiende mejor que
con los humanos. Será porque el caballo no responde. O porque dice siempre que
sí con sus ojos tiernos y húmedos. ¡Vaya uno a saber...!
-Güeno, ahora vamos andando.
Asentados sus cascos en cualquier hendedura, el caballo enfila en dirección al
cielo. El jinete, inclinado hacia adelante, lleva el compás del balanceo. Ruedan
piedrecillas hacia las profundidades y tintinean las argollas del freno. Y
Lucero, tac–tac–tac, arriba, por fin, a la cima, tras caminar un cuarto de hora.
En la altura, el viento es más persistente, más cargado de agujas frías. Resbala
por la cara del baqueano. Busca cualquier hueco de la manta para clavar su
diente. Sin embargo, la costumbre inmuniza al hombre de su ataque. Y por más que
el soplo insiste, no consigue inmutarlo.
Traspuestas unas cuantas cadenas de montañas, ya no se divisa el valle. Hay
cerros hacia donde se vuelve la mirada. Y arriba, un cielo frágil, puro, más
azul que el frío del viento, manchado apenas por el vuelo de un águila, señora
de ese predio inabarcable.
La soledad de la altura es tan ancha, tan diáfanamente desamparada, que el
viajero siente a veces la leve sensación de ahogarse en el viento, como si se
hallara en el fondo de un agua infinitamente liviana. Pero el hombre no tiene
tiempo de admirar las perspectivas magníficas del paisaje. Ni esta atmósfera que
parece una burbuja translúcida; ni el verde rotundo y orquestal de las plantas;
sin la sinfonía de pájaros e insectos que ascienden en flechas finas hacia la
altura, dicen nada a su espíritu tallado en oscuras sustancias de esfuerzo y
decisión.
Desde una puntilla que resalta por sobre sus vecinas, Rubén Olmos explora el
sendero con la esperanza de divisar a quienes lo preceden. Pero la mirada vuelve
vacía de este peregrinaje. El hombre arruga la boca. Sus cuatro compañeros, que
partieron de la hacienda una hora antes que él, le han tomado mucha ventaja.
Tendrá que forzar a su pingo.
A su paso van surgiendo lugares conocidos: La Cueva del León, la Puntilla del
Cóndor; la Quebrada Negra. "-Mis compañeros pueen tar esperándome en el Refugio
'el Arriero" -piensa, y aprieta las espuelas en las costillas de Lucero.
El sendero es apenas una huella imprecisa, en la cual podrían extraviarse otros
ojos menos experimentados que los suyos. Pero Rubén Olmos no puede engañarse.
Este surco anémico por donde transita, es una calle abierta y ancha que conduce
a un fin: la tierra cuyana.
A medida que asciende, la vegetación cambia de tono. Se hace más dura y
retorcida para resistir los embates de las tormentas. Espinos, romerillos,
quiscos filudos, ponen brochazos nocturnos en el albor de la nieve. La soledad
comienza a tornarse cada vez más blanca y honda, revistiéndose de una majestuosa
serenidad. El sol, ya soslayado hacia Occidente, forcejea por tamizar su calor a
través del viento.
Cambia de pronto el decorado, y el caballo del baqueano desemboca en un inmenso
estadio de piedra. Dos montañas enormes enfrentan sus paréntesis, encerrando un
tajo cuyo fondo no se divisa. Parece que un inmenso cataclismo hubiera hendido
allí la cordillera, separándola de golpe en dos.
El jinete detiene a Lucero. El Paso del Buitre ejerce una extraña fascinación en
su mente. A los quince años, cuando lo atravesó por vez primera, se le ocurrió
mirar hacia abajo, pese a las advertencias de su padre, y al cabo de un momento,
vio que la hondonada empezaba a girar semejante a un embudo azul. Algo como una
garra invisible lo tiraba hacia el abismo, y él se dejaba ir. Por fortuna, el
taita advirtió el peligro y destruyó la fascinación con un grito imperioso:
"-¡Güelve la cabeza, baulaque!" Desde entonces, a pesar de toda su serenidad, no
se atreve a descolgar sus ojos hacia aquella profundidad insondable.
Además, el Paso del Buitre tiene su leyenda. No puede ser atravesado en Viernes
Santo por un arreo de ganado sin que ocurran terribles desgracias. También su
padre le advirtió este detalle, contándole, como ilustración, diversos casos en
que la sima se había tragado reses y caballos de modo inexplicable.
En verdad, el paso es uno de los más impresionantes que puede presentar la
cordillera. El sendero tiene allí unos ochenta centímetros de ancho: lo justo
para que pueda pasar un animal entre el muro de piedra y el abismo. Un paso en
falso... y hasta el Juicio Final.
Antes de aventurarse por aquella repisa suspendida quién sabe a cuántos metros
del fondo, Rubén Olmos cumple escrupulosamente la consigna establecida entre los
transeúntes de la cordillera: desenfunda su revólver y dispara dos tiros al aire
para advertir a cualquier posible viajero que la ruta está ocupada y debe
aguardar. Los estampidos expanden sus ondas por el aire diáfano. Rebotan en las
peñas y vuelven, multiplicados, hasta los oídos del baqueano. Tras un momento de
espera, el jinete se decide a reanudar su viaje. Lucero, asentando con precisión
sus cascos en la roca, prosigue la marcha, sin notar, al parecer, el cambio de
fisonomía en la ruta.
-¡Caballo lindo! -musita el hombre, resumiendo en esas palabras todo su cariño
hacia el bruto.
Lo que ocurre enseguida nunca podrá olvidarlo Rubén Olmos.
Al salir de un recodo cerrado, el corazón le da un vuelco enorme. En dirección
contraria, a menos de veinte pasos, viene otro hombre, cabalgando un alazán
tostado. El estupor, el desconcierto y la ira se barajan en el rostro de los
viajeros. Ambos, con impulso maquinal, sofrenan sus caballos. El primero en
romper el angustioso silencio es el jinete del alazán. Tras una gruesa
interjección, añade a gritos:
-¿Y cómo se le ocurre metes'en el camino sin avisar?...
Rubén Olmos sabe que con palabras nada remediará. Prosigue su avance hasta que
las cabezas de los caballos casi se tocan. Enseguida, saca una voz tranquila y
segura del fondo de su pecho:
-El que no disparó jue usté, amigo.
El otro desenfunda su revólver, y Rubén hace lo mismo con rapidez insospechada
en él. Se miran un momento fijamente, y hay un chispazo de desafío en sus ojos.
El desconocido tiene unas pupilas aceradas, frías, y unas facciones acusadoras
de voluntad y decisión. Por su exterior, por su seguridad, parece hombre de
monte, habituado al peligro. Ambos comprenden que son dignos adversarios.
Rubén Olmos se decide por fin a establecer que la razón está de su parte.
Empuñando su arma con el cañón hacia el abismo, para no infundir desconfianza,
extrae las balas, presentando un par de vainillas vacías.
-Aquí'stán mis dos tiros -expresa.
El desconocido lo imita, y presenta, igualmente, dos cápsulas sin plomo.
-Mala suerte, amigo; disparamos al mismo tiempo -expresa el baqueano.
-Así es, compañero. ¿Y qué hacimos ahora?
-Lo qu'es golver, no hay que pensarlo siquiera.
-Entonces, uno tiene que quearse de a pie.
-Sí, pero... ¿Cuál de los dos?
-El que la suerte diga.
Y sin mayores comentarios, el jinete del alazán extrae una moneda de su bolsillo
y, colocándola sin mirarla entre sus manos unidas, dice a Rubén Olmos.
-Pida.
Hay una vacilación inmensa en el espíritu de Rubén. Aquellas dos manos unidas
que tiene ante los ojos guardan el secreto de un veredicto inapelable. Poseen
mayor fuerza que todas las leyes escritas por los hombres. El destino hablará
por ellas con su voz inflexible y escueta. Y, como Rubén Olmos nunca se rebeló
ante el mandato de lo desconocido, dice la palabra que alguien moduló en su
cerebro:
-¡Cara!
El otro descubre, entonces, lentamente, la moneda, y el sol oblicuo de la tarde
brilla sobre un ramo de laureles con una hoz y un martillo debajo: el baqueano
ha perdido. Ni un gesto, sin embargo, acusa su derrumbe interior. Su mirada se
torna dulce y lenta sobre la cabeza y el cuello de Lucero. Su mano, después,
materializa la caricia que brota de su corazón. Y, finalmente, como sacudiendo
la fatalidad, se deja deslizar hacia el sendero por la grupa lustrosa del
caballo. Desata el fusil y el morral con provisiones que van amarrados a la
montura. Quita después el envoltorio de mantas que reposa sobre el anca. Y todo
ello va abriendo entre los dos hombres un silencio más hondo que el de la
soledad andina.
Durante estos preparativos, el desconocido parece sufrir tanto como el perdedor.
Aparentando no ver nada, trenza y destrenza los correones del rebenque. Rubén
Olmos, desde el fondo de su ser, le da las gracias por tan bien mentida
indiferencia. Cuando su penosa labor ha finalizado, dice al otro, con voz que
conserva una indefinible y desesperada firmeza:
-¿Encontró en el camino a cuatro arrieros con dos mulas, por casualidad?
-Sí, en el Refugio'staban descansando. ¿Son compañeros?
-Sí, por suerte.
Lucero, sorprendido tal vez de que se le quite la silla en tan intempestivo
lugar, vuelve la cabeza y Rubén contempla por un momento sus ojos de agua mansa
y nocturna. La estrella de la frente. Las orejas erguidas. Las narices
nerviosas... Para decidirse de una vez, echa al aire su voz cargada de secreta
pesadumbre.
-Sujete bien su bestia, amigo-el otro afirma las riendas, desviando la cabeza de
su alazán hacia el cerro.
Entonces, Rubén Olmos, como quien se descuaja el corazón, palmotea nuevamente a
Lucero en el cuello, y de un empellón inmenso, lo hace rodar al abismo.

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